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18 de enero de 2014

Love bites

Él,
era el único capaz de hacer un mapa 
de cada esquina de su cuerpo.
Amaba la inhóspita tierra que se adentraba desde el nacimiento de sus pestañas,
las olas que su pelo dibujaba al caer en el lado izquierdo de su cabeza,
la seda que constituía cada uno del pincel de sus dedos. 

Los huesos que apuñalaban su piel a la altura de la cadera,
las mejillas que se teñían de rosa durante las mañanas en invierno;
veía en sus clavículas un buen lugar donde caerse muerto.
Y disfrutaba usando de tobogán la curva de su cintura.

Usaba sus labios como sedante cada noche. 
Su lengua,
la única aguja que no hacía en él un efecto dañino. 

Morder sus hombros era un vicio inevitable
y su cuello,
sendero perfumado que conducía a la dulzura del lóbulo de su oreja. 

Su nariz era apropiada para la fotografía,
pero aún mejor como complemento de las arrugas de su comisura al reírse. 

Le excitaban los lunares que bajaban por su espalda. 
Y el final perfecto. 
La causa por la que los poetas sonreían pese a la vida.  

Enamorado,
desde el color castaña de su pelo 
hasta las cosquillas junto al meñique del pie.
Desde su gusto por la vida de otra época, 
hasta sus mañanas con olor a café . 

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