Recuerdo
una sonrisa.
Los ojos que observan
atentos
cada paso al que te aproximas.
Hay días
en los que mi cabeza
parece no entender el vacío.
O no querer hacerlo.
Me precipito
y me anticipo a la idea de siempre.
Contínua.
Paralela a la verdad.
Y una nebulosa,
que parece disfrutar entre mi pelo,
nubla las imágenes grabadas.
Trata de deshechar mejores momentos.
Los oídos ensordecen
y ya las risas no son lo mismo.
No suenan las palabras,
ni siquiera alborota el ruido.
Los labios se sellan solos.
De pronto todos somos mimos.
Y la transformación se produce.
No consigues adivinar
la densidad de sus pestañas.
O las marcas en la cara.
¿Realmente recuerdas sus ojos?
Ni su propio movimiento.
Ni las caricias,
ni la suavidad de la piel.
Ni como guardaba su ropa.
Y el recuerdo,
o el olvido,
presiona en el centro de tu pecho.
Y por un momento,
tu propio palpitar
rememora el tictac
de aquel que fuese su latido.
Y pareces recordar el olor de sus sábanas.
Como eran tu navío protector.
Como disfrutaba nadando
y los veranos junto al mar.
Te miras al espejo
y sin quererlo
buscas sus rasgos en tu rostro.
Y para que mentir,
siempre te echo de menos.
Y me siento egoísta
por haber crecido tanto.
Tan lejos de tus brazos.
Tan fuera del alcance
de tu vista.
Tan a pesar de que prometí
que el tiempo nunca pasaría.
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