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24 de mayo de 2014

No es que me guste dispararme,
pero es tan tentador el olor de la pólvora... 
El impacto contra la carne,
suave,
dulce como mano que baja por la espalda. 

Como el calor de una noche
fría,
deseada por los dedos del violinista
cuando la piel temerosa se deja tocar 
y sangra.

Derrama gotas de fuego
y llora;
no puede evitar echar de menos
el baile de la bala con sus tejidos.

Y se desgarra. 
Se abre en dos 
quedando desnuda,
dejando brotar su alma.
Insolente parece la falta de dolor 
en sus sentidos. 
La costumbre y el placer
de destruirse cada vez más,
en menor tiempo y espacio comprimido.   

Resulta deliciosa la chispa 
que enciende y da vida 
al arma de destrucción masiva 
que supone el pensar en probarte. 
Beberte y muy poco a poco
emborracharse de tu saliva. 

Y es que es esa la peor adicción de todas. 
El empuje al sentimiento suicida. 
La provocación de imaginar 
morir a causa de un subidón de adrenalina. 
La necesidad de arriesgarlo todo
por 24 horas de satisfacción homicida. 

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