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11 de octubre de 2014

La impresión de la caída es siempre mayor si se mira desde arriba. 
Obviamente. 
Y por ello el cerebro, como un cobarde, se encarga de pedir a las piernas que ejerzan su representación de "debiluchas temblororsas", incapaces de impulsar el cuerpo medio milímetro hacia los brazos de la gravedad (ni que fuese un peso muerto).
Pero sucede que el corazón, valiente como siempre y estúpido como ningún otro órgano vital 
(el más vital de hecho),
comienza a segregar adrenalina como un maníaco obsesivo y adicto a su propia droga; y
obliga a que cada poro del llamado "ser humano" adopte aspecto de pez volador y como tal tome la decisión, o la horrible indecisión, de saltar al vacío.
Y ahí el agua de la piscina y su complejo de espejo del cielo (que no del alma) resulte más y menos cerca en un segundo que parece durar un año.
Y es el choque con el agua la impresión que hace ver al ciego que no todo en el día es noche.
Que no todo son cuestas arriba.
Que si le das una oportunidad al juego a veces incluso ganas la partida, y ya me dejo de rima fácil.
 Porque la risa y las prisas a veces son buenas, pero echar el freno es necesario si quieres evitar el choque.
No siempre vale con el air bag para amortizar el golpe contra la realidad (sobre todo si no tienes
las mañanas aseguradas a todo riesgo) y es bonito pensar que la vida no es únicamente eso que pasa
mientras vamos planeando que hacer con nosotros mismos.
Por eso a veces es mejor retrasar el reloj que nos mide 7 veces, 1440 minutos, y que quiere que creamos que el mundo nos queda muy lejos.

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