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9 de agosto de 2015

He estado perdida tanto tiempo que el día que me encontraste fue una sorpresa maravillosa.

Si no era nadie
vivía no sabiendo,
no sintiendo,
no siendo.
Y toda nube se me pintaba como una noche de mayo a oscuras.
Los ojos se me borraban
y me ahogaba en una balsa de aceite hirviendo
o de agua congelada;
nunca supe diferenciar tales extremos.

Era incapaz de caminar en línea recta
y nunca traté de figurar otra manera de llegar al principio
o al final de los problemas.
Me tropezaba con una piedra para llevármela en el bolsillo
y creaba cada día ante mis ojos el escenario de la caída perfecta:
realizada, producida y dirigida
por la parte más insana de mi cerebro cada vez que me acostaba.

Me pesaba el cuerpo
y me asfixiaba cada vez que algo me hundía desde el pecho
hasta llegar al alma.
Suponiendo que así era,
que aquello debía de ser la vida,
que quien algo quería el aliento le costaba,
que el fuego todo lo acababa reduciendo a cenizas.

Y yo quería, a mi manera;
y daba menos aún de lo que necesitaba.
Y no respondía aunque mis labios hablasen
y las palabras se avecinaban vagas.

Era un loco riendo entre cuatro paredes blancas;
el anciano que llora cuando la gente calla;
un pájaro cantándole a la jaula que le encierra;
la cara de la luna que jamás será mostrada.

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