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10 de julio de 2017

Cada uno tenemos nuestra propia realidad construida por las mentiras que nos contamos cada noche y cuyos pilares se basan en las esperanzas que rozamos con los dedos cada vez que la balanza se inclina a nuestro favor.

Cada uno de nosotros buscamos, en esta realidad personal, aquello que creemos necesitar y, sin embargo, nos conformamos con eso que sentimos merecer.
Nos decimos felices cuando no reconocemos los sentimientos que se nos manifiestan en silencio, al igual que tratamos de manipularnos de manera que las decisiones que tomemos parezcan, ya sean correctas o no, fruto de nuestra propia cosecha, elaboradas y tomadas por una mente maravillosa.

Cada uno pensamos que, a nuestra manera, somos buenas personas. Que juzgar sin querer ser juzgados resulta corriente entre los seres humanos y que una mentira de vez en cuando no es más que eso, una forma inocente de ocultar una parte de la realidad.
No somos santos pero actuamos siguiendo una serie de razones ¿Cierto? Y no es que nosotros tengamos un problema, es que los de al lado no son capaces de entender la cantidad de asuntos que nos afectan en cada momento, porque siempre, siempre, encontramos una excusa para cualquier equivocación.

Cada uno de nosotros fallamos a la hora de amar a nuestros seres queridos y todo, porque somos incapaces de querernos a nosotros como es debido. Nos refugiamos en nuestras debilidades y finalmente reclamamos a los demás unas respuestas que siempre nos acaban pareciendo insuficientes.


Para todos, para cada uno de nosotros, la vida resulta compleja y, pese a mi propia naturaleza, considero injusto quejarnos tanto por lo que tenemos, como por lo que no. Considero que hoy por hoy nada es eterno y, a fin de cuentas, nadie más que nosotros puede encargarse de solventar nuestros problemas, de controlar esa falta de cordura que nos hace sentir humanos cada día y de conseguir que, dentro de nuestra propia realidad, seamos capaces de ofrecer al resto eso que a nosotros nos gustaría recibir.

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